24 de marzo de 2011

Rehaciéndome

No iba a romper esas delicadas piezas de valor que por tanto tiempo cuidé. Tampoco iba a pegar uno a uno los pedazos de las que se me habían desmoronado. Culpa mía fuera, o de otro. No había riesgo de hacerlo.

Todos los caminos que recorrieron conmigo, lo que conocieron, soportaron, vivieron, aprendieron y asumieron. ¡Mierda! Ya se me olvidó como seguir. Acabo de recordar que había olvidado las instrucciones para componer. Dejé la voz tirada en el suelo, las manos y la caligrafía colgadas en las cuerdas y empujé por la ventana el cajón que todo lo valoraba, que todo lo recordaba. Me había dedicado tanto tiempo a la indiferencia de lo corriente, que no soñaba más.

Excepto anoche. Me cayó el remordimiento en la cabeza, como un libro pesado, y se me abrió en las páginas que le había arrancado. Las tendría que buscar respirando y sin ahogarme entre lo inútil. Entre los inútiles. ¿Cuánto me iba a costar quebrantar mis principios al pasar por encima de todo y pisotear lo despreciado? De nuevo, no lo iba a hacer. Paré con la introversión y asesiné el sesgo delicioso en el que me creía, y sentía, irrefutable. Me rendí a lo propio y ante el consuelo. De cualquier manera era, y es, mi naturaleza.

Proferí un concierto de quejas, todos oyeron. Fue mi tiro de gracia, la ridiculización a sangre fría. En segundos me vi rodeado y, contrario a lo que soñé todo ese tiempo, no estaban ahí para apaciguar las hojas aún levitando; en fila india se organizaron y me propinó cada uno una bofetada, acompañada en algunos casos de una moraleja, en otros de un reproche.

Había acabado de abrir los ojos, de tomar conciencia. De ofrecerme mi propia bofetada, reproche y moraleja juntos, por ello, por todo. ¡Buen día! Aunque estuviera seguro que había sido todo una injusticia, las sábanas apenas si empezaban a despegarse de mi piel de cobarde.

No hay comentarios.: